Dayasi, una hermosa mujer
con la piel del color de la tierra virgen y un cabello tan ensortijado, tan
suyo como como el sol y la estrella que la saluda cada noche, estaba sentada frente
al río en la misma piedra ancha y grande que usaba desde sus primeros años.
Una lágrima brotó de sus
ojos, se deslizó por su rostro y murió en la orilla. A esa lágrima, la
siguieron muchas, muchas más y así continuaron naciendo, muriendo, viviendo
durante un segundo que es una eternidad de tristeza de en su vida.
Ahogada su voz, llenos de
lágrimas sus ojos, inmóviles sus manos, sólo su pensamiento estaba vivo y en él
dada vueltas y vueltas la misma pregunta: ¿por qué a mí?
Sentada en la piedra
contigua a su mano derecha, se fue dibujando sutil e imponente la figura de la
diosa Yemayá. Lo propio hizo Oshún, impecablemente vestida, sentándose en otra
piedra a su mano izquierda.
-
¿Desde cuándo están aquí? – preguntó Dayasi
con un dejo de vergüenza.
-
Siempre estamos aquí, o allá. Siempre donde tú
estás.
-
¿Y por qué no lograba verlas?
-
El dolor ciega tus sentidos. Si llegaras a
advertir nuestra presencia en tu piel, en lo apacible de tus noches, en el
brillo de tus días, en la danza de tu sonrisa, no tendríamos que haber llegado
al extremo que tus ojos al fin nos vieran- dijeron las diosas al unísono.
Sólo
queríamos decirte que estamos aquí para ti. Que aunque el tiempo pase tan lento
que cada tic tac es una tortura y no veas tu reflejo en el agua de este río,
siempre, siempre habrá esperanza en tu vida y en esta, nuestra vida.
Cuando la imagen de las
diosas se fue desvaneciendo, la tempestad que agitaba las aguas del corazón de
Dayasi, fue desapareciendo y poco a poco el amor pudo volver a navegarlas.
Respirando aún el
sobrehumano aroma de la paradisíaca flor amarilla, Dayasi se puso de pie, sacudió
su holgado vestido verde y emprendió su camino hacia lo profundo del río. Mientras
se hundía, danzaba con las olas y su sonrisa se hacía inmaculada, cada
centímetro más brillante.
Cuando su último cabello fue
arropado por el inmenso y diáfano río que la oyó nacer, su voz retumbó como un
tambor en el panteón de los ancestros: